Y allí estaba ella otra vez, arañando mis venas
hacia arriba y hacia abajo, intentando salir.
Columpiándose entre mis nervios, sacándome de quicio.
Jugando a ver quién puede más, ella o yo.
Destrozando cada pedacito de paciencia que
lograba esconder durante minutos contados.
Hiriendo a todo aquel que se acercase mucho a mí.
Pero no podía vencerla, ella era más fuerte, sabía dónde esconderse y cómo hacer que pareciese que ya no estaba que se había ido.
Pero ella se vestía como una bestia, paciente entre la alegría nerviosa y el enfado fugaz, decidiendo hacia qué extremo correría esta vez colgada de mis nervios.
Y aunque el camino siempre era el mismo, hacia arriba o hacia abajo, ella se divertía arañando mis venas en sus paseos, buscando algún lugar dónde empezar un río de sangre que no fuese la mía.
Y cuando ya había subido y bajado hasta cansarse, se subía en mis nervios y los usaba de columpios para poder tocar el cielo con la punta de los pies.
Y aunque yo intentaba vencerla, ella era más fuerte
porque era parte de mí.
Foto sacada de internet |
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