Se llevó hostias de todos los colores y tamaños, le clavaron mil y un puñales por la espalda, perdió a cientos de personas pues, por un motivo o por otro siempre se iban o ella misma los echaba, quedó de mala de la película tantas veces que llegó a pensar que se merecía todo lo malo que pudiese pasarle.
Ya no se quería.
Cada noche antes de dormir, intentaba rasgar su piel, por si acaso era verdad que era un ángel y conseguía sacar sus alas de debajo de aquella capa blanca que cubría cada centímetro de sus músculos. Pero cada noche fracasaba en su burdo intento de echar a volar, de conocer mundo o más bien de dejar atrás todo lo que le rodeaba, o quizás de volar tan alto como para perderse para siempre.
¿Existían los ángeles sin alas?
Cada mañana la monotonía le consumía desde dentro, pero estaba a gusto con la normalidad que le rodeaba. No había cambios, lo tenía todo bajo control. Pero era un control que se obtiene cuando pasas demasiado tiempo en el mismo lugar, entre cuatro paredes, con las mismas personas, con las mismas normas, y lo respetas todo hasta el punto de llegar a convertirte en una perfeccionista meticulosa. Y así era, perfeccionista hasta la médula hasta llegar al punto de resultar irritante al resto de personas.
Era la monotonía más perfecta.
Pasaba cada tarde en su habitación inventando nuevos conceptos, intentando no perder la cabeza, intentando crear cosas bonitas, intentando recibir comentarios positivos de personas anónimas. Quizás no intentaba nada de eso y sólo quería mantenerse alejada unas horas más hasta que volviera a llegar la noche, para volver a arañar su piel con el fin de averiguar algo sobre ella.
Si ella era un ángel, los ángeles deberían de ser monstruos que no se quieren, monstruos que, con o sin alas, sólo quieren volar lejos de la realidad y volver al sitio dónde pertenecen.
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